Horacio Quiroga, el narrador estratega

Por Jose Eduardo Guerra D. @joseduardguerra

“…esto nunca fue la realidad,

¿y si todo ha sido un sueño

del que debo despertar?”

(Nacho Canut. Sálvame)

Todos buscamos sentido; hacia dónde ir y por qué hacer lo que hacemos son cuestiones que alimentan la razón de vivir. La obra literaria de Horacio Quiroga es testimonio de alguien que, por circunstancias ajenas a él –algunas veces– o por malas decisiones ­–en otras ocasiones–, cayó en un profundo vacío existencial caracterizado por la incertidumbre. En la mayoría de sus cuentos se alcanza a percibir que el autor ya ha predestinado a sus personajes a una pérdida del ánimo vital, pérdida de la cordura y, finalmente, un trágico final; ¿es esto reflejo de la realidad que vivió el propio Horacio?, ¿son sus cuentos prefiguraciones de lo que ya vaticinaba para él mismo?

El destino es tema central en los cuentos de Horacio y su visión del mismo parece nutrida por el fatalismo de las tragedias griegas clásicas, la idea del Eterno retorno y la adversidad ineludible; entre los relatos donde más se percibe esta concepción de lo trágico están Los mensú, La gallina degollada y El infierno artificial.

En los Cuentos de amor de locura y de muerte también se vislumbran otros Horacios que anteceden al fatalista que decidió terminar con su propia vida. Hay un Horacio un tanto acartonado, retórico y redundante en sus textos más largos, posiblemente primigenios: Una Estación de amor, La muerte de Isolda y La meningitis y su sombra donde, además de la idea del “amor” que inicia y acaba como por arte de magia, deja a los personajes a la deriva de los designios del paso del tiempo y del destino; designios en los que la voluntad tiene poco margen de maniobra. En los cuentos de amor de Horacio siempre “llueve sobre mojado” de modo inevitable.

Hay otro Horacio misántropo, que se refugia en la piel de la antipatía para protegerse del mundo que lo ha traicionado: el que humaniza a los animales porque desconfía ya de sus semejantes, el que cree que transfiriendo ideas, sentimientos y actitudes humanas a los caballos, los perros o el ganado puede generar más impacto sentimental en el lector que si lo hiciera con personajes humanos. En esta línea están La insolación, El alambre de púa, Yaguaí y El perro rabioso; este último es también una representación metafórica de la deshumanización: el hombre que se siente o se sabe condenado a un destino fatal y un entorno que refuerza esa idea conduciéndolo al aislamiento y la despersonalización.

El Horacio que más cala en los lectores es el directo, el concreto, contundente y despiadado; en esta faceta ya está desprendido de adornos, barroquismo, retruécanos y esperanza. Aquí su discurso llega certero y sin anestesia a quien se adentra en su literatura: el cielo y el infierno, el Paraíso y el Purgatorio ­–o la libertad y el destino, si no se quieren usar términos religiosos– están aquí y ahora, conviven con nosotros en este mundo y en esta realidad que todos compartimos. El solitario, A la deriva y Los ojos sombríos son una ventana al alma de aquellos seres humanos que han perdido por completo el dominio de su libertad y se han abandonado al destino, el cual para Horacio no puede ser más que trágico.

Hay también un Horacio crítico –o por lo menos consciente– de su época y de su tiempo: la sociedad del trópico sudamericano de principios del siglo XX está bosquejada en Los mensú y Los pescadores de vigas, una sociedad que en teoría se decía poscolonial pero que a un siglo de haberse independizado de Europa todavía arrastraba (y arrastra) estructuras de jerarquización y dominación colonial donde un determinado grupo ejerce poder sobre otro por motivos de casta, apariencia o condición étnica.

La idea del narrador como estratega constituye aquello que más identidad aporta a la literatura de Horacio y lo hace distinguirse en su generación y en su región. En  la idea del narrador como estratega está condensado su talento y su particular manera de contar historias. Es estratega porque sabe cómo y cuándo desatar el miedo, cuándo hacer creer al lector que se aproxima el peligro y prolongar su incertidumbre hasta que el terror brota de donde menos se espera uno. En Los buques suicidantes mantiene la tensión hasta el final del relato sin que haya una sola gota de sangre en todo el texto, aquí el terror aguarda en los inexplicables vericuetos de la mente humana, en el delirio de una psique aparentemente seducida por la insondable e incomprensible inmensidad del mar –que también puede ser la inmensidad de la realidad. Nuestro primer cigarro es una advertencia para no subestimar la capacidad de los “inocentes” para manipular a quienes los someten y detonar angustia y desesperación en ellos. Otra estrategia eficaz de Horacio consiste en mezclar lo fantasioso con lo posible; el último párrafo de El almohadón de plumas lleva a pensar cómo la ignorancia (posible y real) puede desatar las creencias y terrores más rocambolescos e irracionales en ciertas personas, al punto de consumirles la cordura. La fantástica criatura oculta en el almohadón también puede ser una metáfora de las enfermedades mentales que consumen la vida de quienes las padecen y acaban también con la estabilidad emocional y psicológica del entorno familiar inmediato.

La joya entre todos los Cuentos de amor de locura y de muerte es La miel silvestre, ahí confluyen el escritor nutrido de referencias a la literatura clásica, el fatalista, el misántropo, el directo, el crítico o consciente, el estratega y el fantasioso. En este relato, Horacio plantea un paraíso en la Tierra: la selva irrigada por el río Paraná con “su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto”; una anticipación de sus futuros Cuentos de la selva, un paraíso donde la inocencia es corroída por la realidad –o corregida, en relación al nombre que recibe el “Ángel Exterminador” de este Edén. Este es un relato que habla sobre la cautela con que la bonhomía debe andar por esta tierra y sobre el dulce pero mortal sabor de la inocencia. Aquí el paraíso tiene su lado infernal y el infierno su toque paradisiaco, aquí el paraíso y el infierno convergen para matizar la realidad… y para ver esos matices es necesario que la inocencia deje de nublar la vista.

Todos buscamos sentido –a dónde, por qué y para qué– y aunque la vida de Horacio cayó en un profundo vacío existencial también es cierto que esa caída legó una literatura que hasta hoy sigue asombrándonos por su manera de tramar el terror, un terror que nos orilla a ver la realidad –muchas veces cruda– ­sin el velo de la inocencia. Sirva la visión de Horacio Quiroga sobre el amor, la locura y la vida –así como la muerte– para ver nuestra realidad, la del presente, también desde puntos de vista no convencionales y fuera de zonas confortables. Sólo las crisis de cierta duración e intensidad pueden revelarnos quiénes somos y hasta dónde somos capaces de llegar. Horacio fue capaz de descender hasta el infierno de la desesperanza, su arte es una ventana hacia ese recóndito y profundo lugar del alma humana, toca a sus lectores dar sentido a ese descenso.

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