Excesos que crean retrocesos en la arquitectura

Propuesta gráfica y texto de Jose Eduardo Guerra @joseduardguerra

Si queremos ser entendidos debemos tener la humildad de construir un discurso que verdaderamente busque la comunicación con quien nos lee, observa o escucha. Un discurso debe ser un puente con el otro y no una aspiración de presunción o vanidad. El exceso de cultismos dificulta el diálogo, encripta ideas y hasta podría llegar a denotar falta de una visión general del tema que se está abordando.

Ensimismados en «impresionar» con un objeto y su forma muchos arquitectos olvidan la dimensión ética de la profesión, lo cual implica cuestionarse y prever cuándo, para qué, cómo y con quién hacer arquitectura (desde el concepto hasta la obra terminada).

Una plataforma construida con el fin de «legitimar» sólo determinadas posturas, obras o autores está condenada a perder credibilidad. Las ideas que no se contrastan pierden fuerza y la capacidad de nutrirse de las contrapartes para tomar cuerpo o forma. Los discursos que no se contrastan son pura fachada, portada e imagen.

La Teoría como campo para el análisis, la discusión y la proposición tiende al adoctrinamiento o al dogmatismo cuando sus postulados no son cuestionados o criticados. Conceptos como «forma», «función» y «programa» son hoy muy limitados para explicar o esclarecer posturas de diseño y procesos creativos.

El culto a la personalidad o la creación de personajes como instrumento de mercadotecnia conforman recursos clasistas y hasta machistas para la imposición de juicios y prejuicios sobre lo que el gremio debería tomar por «valioso, importante y sobresaliente». La vanidad es síntoma de un grave deterioro del discurso profesional.

La ciudad, el diseño urbano y la arquitectura que se ha generado tradicionalmente desde la perspectiva masculina tiene un sesgo de valores patriarcales (autoritarismo, competitividad y división sexual del trabajo) que limita el planteamiento de visiones o alternativas urbanas desde la diversidad, la inclusión y la resiliencia.

La complejidad de los fenómenos urbanos no admite hoy soluciones simples, únicas e inamovibles que surjan exclusivamente desde la arquitectura, el Estado o las dinámicas del mercado. Fenómenos complejos requieren análisis, propuestas y soluciones más creativas, objetivas y diversas.

El conocimiento se atrofia o se vuelve estático, anquilosado y dogmático cuando no se cuestiona, se concentra en pocas voces o adquiere pretensiones de formar un único, uniforme y limitado criterio. Debe haber tantos criterios y formas de abordar problemáticas como individuos ejerciendo una misma profesión. El criterio se desarrolla de manera óptima en la diversidad de puntos de vista.

El gremio de la arquitectura debería reconocer sus limitaciones mediante la crítica generada desde disciplinas como el diseño, las ingenierías, el urbanismo,la economía y la política así como fomentar una autocrítica donde las visiones ególatras y el estereotipo del «arquitecto-hombre-blanco-creador-neutro-homologador» se ponga en crisis. «Toda forma es una imposición de sentido».

La sociedad clasista y consumista se sustenta sobre una burbuja de apariencias, quienes se encuentran dentro de ella la protegerán imponiendo hipócrita y soberbiamente la caridad como ley (o como única alternativa) y pretendiendo elevar a las ONG a la categoría de secretarías de Estado, cortando así muchas posibilidades de una genuina justicia social.

El financierismo (que es principalmente especulación) no es capaz de lograr congruencia ni como «desarrollador» ni como «agente» social porque en ninguno de los dos casos el concepto de habitar está en el centro o en el punto de partida de sus intereses, en ambos casos debe apoyarse en el postureo y la impostura para pretender ser lo que no es.

Ver la ciudad y sus edificaciones como un conjunto de objetos para vitrina, «terminados» e inmutables limita las posibilidades de transformación que el paso del tiempo aporta a lo urbano y su arquitectura. El reconocimiento de que el hábitat humano es indisoluble del factor tiempo haría que la flexibilidad y la adaptabilidad fueran cualidades espaciales más planificables.

La mayoría de reconocimientos en el campo del diseño arquitectónico tienen, históricamente, preferencia por ciertas latitudes o naciones, fomentan el culto a lo unipersonal y pretenden enaltecer solo algunos modos de producción urbana favoreciendo estéticas generadas, por ejemplo, en el Norte Global con miras a que sean adoptadas o adaptadas en el Sur Global. Esto sesga la posibilidad de reconocer el valor de formas alternativas de imaginar, diseñar y construir lo urbano a partir de lo participativo, lo vernáculo o lo colectivo.

El urbanismo, paradójicamente, se ha vuelto salvaje en muchas ciudades; la desarmonía genera desequilibrios que son el caldo de cultivo para futuros conflictos y pugnas por servicios, espacios e intereses de difícil conciliación. Un derecho a la ciudad en manos ciudadanas, que recobre el interés por lo público parece ser la vía hacia la Revolución Urbana que el teórico David Harvey, en su libro “Ciudades rebeldes”, señala como apremiante para el siglo XXI.

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